domingo, 16 de noviembre de 2025

No soporto lo patético

—… y qué culpa tenía yo, si nunca había ido de vacaciones a la playa. ¿Entendés? ¿Qué culpa tenía yo si mi familia nunca había podido llevarme a ningún lado cuando era chico? ¿Qué culpa tenía yo si para mí los veranos eran quedarme en mi casa viendo alguna película o mirando por la ventana aburriéndome porque todos mis conocidos estaban de vacaciones, pero yo no me había ido a ningún lado?
    Intenté interrumpirlo, pero el caudal de palabras que comenzara hacía varios minutos continuaba amenazando con anegar por completo la oficina.
    —Yo me quedaba siempre en mi casa. Entonces ¿qué culpa tengo yo si nunca antes fui a la playa? Ah, pero como su familia, sus amigas, y todos sus otros conocidos sí habían ido alguna vez, para ella todos conocemos la plaza y sabemos lo que hay que hacer y lo que no. Y mirá que se lo había dicho antes de salir, pero fue como si pasara el tren.
    —Claro —dije sabiendo que eso también era como si pasara el tren.
    —¿Entendés? Le avisé antes, le avisé que nunca había ido a la playa. No es que no sé nadar, eso lo aprendí en la pileta del club. No es que no me guste la arena, aunque me incomode. No es que no me guste el sol en la nuca toda la tarde, es que antes nunca había ido a la playa. ¿Cómo podés enojarte por eso? Además, se suponía que era algo nuevo que íbamos a hacer juntos, es lo que ella había dicho, algo nuevo para hacer juntos… Y después va y se enoja porque no sé hacer las cosas que hay que hacer en la playa. No tiene sentido.
    —No, claro, no lo tiene —dije sin apartar la mirada de la pantalla de la computadora esperando a que se diera cuenta que no solo yo, sino que nadie en la oficina escuchaba lo que decía.
    —Iba a ser todo nuestro, y nuevo…
    Algo en el tono de su voz hizo que volviera a mirarlo, apenas era capaz de contener las lágrimas. No hay nada más patético que ver a un hombre adulto llorar, bueno, imagino que tal vez sea más patético ser el hombre adulto que llora, es algo que no puedo soportar. Ni siquiera había querido escuchar nada de todo esto, mucho menos quería ver cómo terminaría. Porque ya sabía cómo terminaría me levanté en silencio y me encaminé hacia el baño.
    —Yo no tenía la culpa.
    Llegué a escuchar un sollozo mal contenido antes de cerrar la puerta.

domingo, 2 de noviembre de 2025

Todo fue un error

Ya lo sabía, al menos lo intuía. No, al contrario, nada de intuición. Era pura certeza.
    Ya sabía que sería un error, lo sabía antes de dar inicio a todo esto. Lo sabía desde los primeros acercamientos. Lo sabía mientras iba confirmando lo que ya sabía, que era, sería y fue un error. Pero lo busqué, lo quise, lo ansié por decirlo así. Llevaba mucho tiempo sin cometer errores, venía con años de hacerlo todo bien según mi propia escala de valores, que es, en definitiva, la única que me importa (cosa que debería ser igual o similar para todos, medirnos por una escala individual que se ajuste, eso sí, de manera laxa, a los valores de la sociedad a la que pertenecemos, para llamar un tanto menos la atención).
    Sin divagues, sí, claro.
    En fin. Venía haciendo las cosas de la forma adecuada, sin cometer grandes errores siguiendo una senda amplia, extensa, vacía, bien cuidada, pero sin muchos errores, de la vida particular luego de los intentos anteriores que se habían quedado en eso, en intentos y nada más. Ciertamente no estaba feliz, pero así se habían dado las cosas y no era mucho lo que podía hacer para corregirlo y que mis perspectivas cambiaran. O si sí lo había, no estaba dispuesto a ello.
    Que no, no divago, por favor.
    Estaba yo de lo más bien en mi senda persona, particular, individual, viviendo mi vida libre de problemas, de provocaciones, de alteraciones en mi estado basal, cuando te cruzaste en mi camino. Ya había habido otras que se atravesaron de forma más o menos similar, cual estrella fugaz en un cielo despejado, como un eclipse solar en pleno mediodía, como una música estridente que anuncia el silencio requerido para pensar, como… como alguna otra metáfora que ahora no se me ocurre. Lo que hay que entender es que yo no buscaba, nunca lo hice, además de que sé que nadie nunca me buscaría a mí. Ni siquiera yo me buscaría a mí mismo, si algo como eso fuera posible. Así que lo que pasó fue más un imprevisto que algo calculado en frío. Un imprevisto en el cual no me encontraba incluido, no podía comenzar más que como un malentendido y acabar como un error, como un fracaso.
    Te aseguro que no divago y que sí, soy un fracaso.
    Cada detalle, cada indicación de lo que debía hacer, fue ignorado. Diría que deliberadamente, pero no estoy seguro de eso. Y todo aquello que era obvio que no debía hacerse, que había que evitarlo, fue hecho. Como si se tratara de un claro ejemplo de cómo arruinar las cosas. Aunque sabía que tampoco arruinaba nada, que solo la casualidad nos había hecho cruzar, quería creer otra cosa, quería creer que ahora sí tendría alguna oportunidad de enmendar mis errores del pasado, de los cuales no podías saber nada, lo sé, porque eran errores míos y no tuyos, por eso es claro que no ibas a conocerlos.
    Sé que parece que divago, pero ya voy llegando al punto.
    Yo sabía que sería un error, lo sabía antes de dar inicio a todo esto. Lo sabía desde el momento en que atravesaste el cielo despejado sobre mi camino, fuiste como un eclipse solar en pleno mediodía, fuiste esa música sonando por demás estridente para que no pudiera pensar en lo que haría. Fuiste algo que pasó y yo debería de haber seguido adelante, pero no fue así. No lo pensé, solo actué sabiendo que no era más que un error y que me conducía a un fracaso más que sumaría a esa lista casi tan larga como mi vida y que sé seguirá extendiéndose mientras continúe con vida.
    Entonces, ahora sí, entonces fue por eso que (no) te hablé.

domingo, 26 de octubre de 2025

Limonero


Un día el ferrocarril nos abandonó. El tren, que solía pasar dos veces a la semana por el pueblo, los sábados por la tarde y los miércoles por la mañana, siempre el mismo en una y en otra dirección, ya no pasó. Ese tren traía al pueblo cartas, paquetes, padres, diarios, madres, libros, hermanos, noticias, hijos, trabajadores para las cosechas, amantes, provisiones, novios, herramientas, novias, vestidos, esposas, repuestos para lo que se hubiera roto, esposos, cosas nuevas que no sabíamos que necesitábamos pero que igual comprábamos. Ese tren fue el que nos abandonó.
    Nadie nos avisó de nada, claro que había algunas pocas señales, como que el guardia de la estación hubiera cerrado todas las puertas y ventanas el día que para el pueblo se convirtió en el miércoles del último tren. El mismo guardia cargó sus pequeñas valijas en la locomotora junto al maquinista, quien tampoco dijo nada, y se marcharon, los dos, en el tren.
    Crecí viendo como los yuyos envolvían los durmientes; como la lluvia abría goteras en las tejas del techo de la estación; como iban desapareciendo aquellas cosas que podían cargarse: el banco de madera, la campana de bronce, las señales de hierro, la zorra mecánica arrastrada por un tractor. En cada casa del pueblo había algo que antes perteneciera a la estación, como si quisieran mantener vivo el recuerdo del tren.
    En los fondos de la casa de mi familia hay un limonero. Si bien yo no lo recuerdo, mi abuelo repetía que el último limón que diera aquel árbol coincidía con aquel miércoles guardado en la memoria. Repetía también que la señal de que el tren regresaría al pueblo sería que su limonero volvería a florecer. Por eso lo podó, lo regó, lo cuidó de las plagas hasta que ya no pudo hacerlo.
    Cuantos aún vivían en el pueblo asistieron a su entierro. Dicen que antes de cerrar el cajón colocaron entre sus manos una rama del árbol casi muerto de su jardín. Luego siguieron esperando a que la muerte pasara también por ellos.
    Me tocó entonces ocuparme del limonero porque mi padre, que no era del pueblo, nos había abandonado años antes. Él no se quedaría allí a esperar el retorno del tren, dijo, iría a buscarlo, lo traería de regreso, a la fuerza si era necesario. Y se marchó. Y no regresó. Y no volvimos a verlo. Tal y como con al tren. A pesar de lo que me contaron de él, sobre sus trabajos, sus esfuerzos, su búsqueda, sus familias en los pueblos en los que el tren continuaba llegando, lo único que yo hacía era esperarlo debajo del limonero casi seco, junto a sus ramas quebradizas, el tronco ahuecado y las hormigas que escarban entre sus raíces. Esperando, siempre esperando por su reverdecer, por el retorno de la vida a sus raíces, a su tronco, a sus ramas, a sus hojas grises, a sus limones ausentes.
    Creo, si he sacado bien las cuentas, que me acerco a la edad que tenía el abuelo la última vez que lo vi. Su tumba, al igual que muchas otras, se perdió tras la gran inundación, solo unas pocas cruces y lápidas agrietadas y sin nombre sobrevivieron al agua y al tiempo en el cementerio. Todo lo demás se perdió, es parte de la memoria y el olvido. Alguien me comentó, años atrás, que el corazón de quien fuera mi padre se había dado por vencido. Mi madre también ha partido.
    El pueblo continúa sumido en el silencio del viento y el canto de los pájaros. Solo por las noches, en mi sueño intranquilo, me parece escuchar bien a lo lejos el silbar de una locomotora acercándose, el silbato del guardia de la estación, el traqueteo de las pesadas ruedas de hierro y el retumbar de la tierra. Sonidos que nunca he escuchado, que solo conozco a través de los recuerdos que alguien más compartió conmigo.
    Despierto con lágrimas en los ojos para mirar hacia el fondo de la casa, hacia el limonero seco y muerto como nosotros, como el pueblo. Quizá ya sea hora de talar el viejo árbol y olvidarlo todo, porque es necesario aceptar que el día en que regrese el tren al pueblo no será hoy, no será mañana ni será, tampoco, nunca.



domingo, 19 de octubre de 2025

El mar

En el capítulo de hoy de mi autobiografía no autorizada hablaré de mi relación con el mar. Una de las cuestiones más oscuras de mi vida, que pocos conocen en profundidad —y en la profundidad también hay oscuridad— y, llegado el momento, la necesidad de explayarme sobre este tema se debe a que quizás así también logre comprender algunas cosas que todavía no consigo ordenar en mi cabeza.
    Si pienso en mi relación con el mar es inevitable reconocer que no sé nadar. Nunca aprendí a hacerlo, nunca nadie tuvo la paciencia necesaria para enseñarme, así como tampoco nunca tuve el interés por aprender, hasta que llegada cierta edad, todo carece de sentido. Mi vida hubiera sido una cosa bien diferente de haber sabido nadar. No tengo pruebas de esto, es cierto, sin embargo, tampoco tengo dudas. De saber nadar tendría una actividad más con la cual distraerme, una fuente de anécdotas divertidas, una práctica en la cual sumergirme —otra vez, en la oscuridad— en los momentos en los que quiero escaparle al sin sentido de mi existencia, pero no fue así, nunca aprendí a nadar, nunca sabré hacerlo. Y así está bien, aunque no estoy muerto aún, como me lo han hecho ver. Es solo que, a partir de cierto momento, hacer cierto tipo de cosas, solo conduce al ridículo y poco más. Y como del ridículo no se vuelve, prefiero evitarlas.
    Por esto es que tengo que decir que mi relación con el mar es de respeto mutuo en el sentido de que yo no me meto con él —o en él—, y él no se mete conmigo —o en mí—. Nos contemplamos desde la distancia, como viejos contrincantes que saben lo que pueden esperar del otro y evaluamos posibles cursos de acción que nunca tomaremos. Él brama y golpea contras rocas como una fuerza de la naturaleza sin corazón. Yo lo contemplo con la mirada vacía, sin pensar y, también, sin corazón —porque ya lo di y eligieron perderlo, porque ya lo recuperé, volví a ofrecerlo y volvieron a perderlo, y por eso ahora estoy aquí, contemplando el mar bramar contra las rocas pensando en que este es un buen lugar para desahogarme, pero primero tendría que ahogarme y no hablo, precisamente, de arrojarme al mar. Al menos no todavía.
    Decía, pues, que la nuestra es una relación de respeto mutuo, tal vez nunca llegaremos a conocernos, digamos mejor que nunca llegaremos a entendernos. O, de hacerlo, nunca sabríamos qué hacer el uno con el otro. Por eso miro con algo de nostalgia aquellos barcos que se desplazan sobre sus aguas dejando sus estelas de gasolina, o algún otro vestigio de presencia humana, sobre la espuma del mar.
    Lo respeto sí, pero no volveré a internarme en sus aguas como aquella única vez, a mis inocentes seis años, cuando la primera ola con la que debí enfrentarme, una que no era la más fuerte, ni la más violenta, me sacudió como si yo fuera un simple muñeco de trapo para terminar lanzándome, luego de incontables vueltas, contra la arena dura y húmeda entre risas y comentarios de mi familia frente a mi llanto imposible de disimular y el dolor de mis rodillas raspadas.

domingo, 12 de octubre de 2025

Temor


El sonido delató su presencia. El áspero roce de la escoba de paja sobre el concreto sin pulir de la vereda era inconfundible. No necesité mirar la hora para confirmar lo que ya sabía, que en efecto era esa hora, la misma en la que, como cada día, la anciana de la vereda del frente estaría barriendo la entrada de su casa.
    Como cada día suena a sentencia, a absoluto, a algo imposible de pensar o de creer, pero así era. Nunca faltaba, el clima, el festivo, la lluvia, el frío o el calor, el día del señor, nada parecía importarle. Y siempre a la misma hora, la anciana barría su entrada con una escoba cada vez más gastada hasta que decidía cambiarla por una nueva. Parecía un mantra o alguna cuestión religiosa similar; por no decir que un castigo.
    Por lo general, si era día de semana estaría preparándome el café, negro como el abismo, al que se reduce mi desayuno antes de ir al trabajo. Si era fin de semana ese mismo desayuno tal vez no sería en solitario sino compartido con alguna conquista ocasional, cuando no luchando contra una de las cada vez menos frecuentes resacas. La anciana tenía sus costumbres, yo las mías. Estoy seguro de que no era el único que conocía esas costumbres, lo que no sé es si alguien más se preocupaba por ella, en el sentido de llegar a preguntarse qué necesidad tenía de barrer la entrada de su casa bajo la lluvia o durante alguna de las tormentas de otoño o primavera; y agradezcamos al cambio climático que hace varias décadas que dejó de nevar en nuestras latitudes, porque de lo contrario verla luchar contra los infinitos copos sería un gran espectáculo.
    Podría ser el contraste, el choque de formas de ser, lo que me llama la atención. La anciana se encaprichaba con esa única actividad, al menos la única que le conozco. Yo nunca haría algo como eso. Ella colabora a su manera con la higiene urbana, yo pago mis impuestos para que alguien más se ocupe. Y si barrer todos los días está bien para ella, lo mío está bien para mí. Ella no lastima a nadie, y supongo que yo tampoco.
    Sin embargo, debo reconocer que siento temor. Sí, temor. Temo el día en que ya no escuche ese áspero roce de la escoba de paja sobre el concreto sin pulir de la vereda y que no me dé cuenta de la hora, haya o no preparado mi café, esté solo, acompañado o con resaca. Temo ese instante en que me dé cuenta de que todo lo que consideraba inalterable, una parte fundamental de mi rutina, de mi mundo, del universo eterno, ya no esté y no pueda seguir utilizándolo para medir mi experiencia en la vida.
    No me siento preparado para aprender a vivir sin ella, sin la anciana, sin su escoba, sin su barrer el concreto sin pulir. No me siento preparado para el día en que mire por la ventana y no la vea, y dudo en verdad llegar a estarlo alguna vez.