Al Chupar la bombilla el desagrado me inundó.
Fue menos de un instante, pero fue suficiente. Es tan fácil que todo se arruine, que una cosa mínima nos haga perder la alegría, que algo que en cualquier otro momento no sería nada ahora signifique tanto, llegando a provocar que todo se desmorone, que todo se caiga, que todo parezca perderse para siempre. Somos seres tan frágiles, tan expuestos a las adversidades, tan necesitados de tantos y constantes cuidados, que es muy fácil venirse abajo. ¿Qué pretendía la evolución al construirnos de este modo? ¿Qué buscaba de nosotros al hacernos tan débiles, tan ignorantes de lo mínimo necesario para sobrevivir? Dudo que ella misma, la evolución, haya tenido algún plan en general o en particular para nosotros, o supiera lo que hacía. Porque cuál puede ser el motivo para ponernos en este mundo de esta forma, tan expuestos a morir al menor cambio. Somos el eslabón más débil de una cadena que no es tal, una figura tan innecesaria para el conjunto que, si nos suprimieran de la existencia, nadie se daría cuenta de que ya no estamos.
Los problemas comienzan al nacer, porque nacemos débiles, carentes de todo y necesitados de todos. De allí en más todo solo puede ir cuesta abajo, aunque pretendamos caminar cuesta arriba y fingir que todo está bien. Pero nada está bien, nunca. Fingimos que jamás nos percatamos de las dificultades que atravesamos cotidianamente, cuando no hacemos más que sufrir por y para ellas. Fingir ha de ser la mejor habilidad que nos otorgó la evolución, si es que hizo algo por nosotros y, de ser así, es una afirmación que ningún estudio científico validará jamás, pero como ya casi nadie cree en la ciencia, buscar su validación carece de sentido. La cuestión es que fingir todo el tiempo resulta agotador, demanda demasiada concentración, atención y memoria. Salvo que seas uno de esos que a fuerza de fingir constantemente terminan por creer en lo que comenzaron fingiendo sin importar si se trataba de amor, pasión, interés, felicidad, sabiduría, resignación, adaptación a las circunstancias o cualquier otra opción, aunque sostenerlo en el tiempo nunca es fácil. Por eso se aplaude la sinceridad de los niños, quiénes aún no han vuelto unos expertos en fingir; la de los borrachos, que han relajado las barreras sociales lo suficiente como para permitirse dejar de fingir brevemente; la de los locos, palabra en desuso por estigmatizante aunque sean ellos los primeros en darse cuenta de tanta hipocresía; y la de los viejos, sobre todo hombres, que se han hartado de la vida miserable que nos obligan a llevar y van por la calle sin preocupase por nada. Los vemos, a todos ellos, nos reímos de y con ellos, los aplaudimos, para luego mirar hacia otro lado olvidándolos, retornando a nuestra fingida rutina porque ningún recreo puede ser eterno.
Es por todo esto que solo se necesita un leve empujón, un pequeño toque, una minúscula cosa, para que todo se desmorone, para que todo se venga abajo, para cuestionarse el mismísimo sentido de la vida, del ser, de la existencia. Para preguntarse por qué estamos aquí y ahora y cuándo llegará el fin de este tormento al que llamamos vida porque no sabemos qué otro nombre darle.
―Esta frío, ¿no? ―me preguntó―. Me doy cuenta por tu cara de culo, sabelo.
Le devolví el mate y se levantó de la silla llevándose a la cocina el termo y el mate que sí, para qué negarlo, para qué fingirlo, estaba frío.