domingo, 30 de noviembre de 2025

Solo al volante

Un viejo conocido, viejo por los años que llevo conociéndolo y no por nuestras edades, tenía la costumbre de solo hablar mientras conducía. Si no se encontraba al frente del volante de algún vehículo, sacarle alguna palabra, por mínima que fuera, era imposible. Debajo del vehículo se volvía un ente incapaz de emitir sonido; a lo sumo podía vérsele un gesto de asentimiento, de negación o algo como eso, pero nunca una palabra. Recobraba la capacidad de hablar al volver al volante.
    No importaban las horas, los kilómetros que hubiera que recorrer, cuánto más lejos, más hablaba. No se detenía en ningún momento, ni siquiera cuando quienes viajaban con él dormían o se encontraba solo en el auto. Hablaba para escucharse porque sin dudas para sí mismo su palabra tenía mucho valor.
    Varias veces viajé con él y le escuché relatar anécdotas de todo tipo y estilo, desde tétricas hasta esas que te sacan lágrimas de tanto que te hacen reír, también tenía anécdotas motivacionales —que por cierto eran las menos—, deportivas, familiares. Podía contar una película que había visto de pequeño completa, desde el primer segundo sin dejar afuera detalle alguno y hasta la última línea de los créditos finales. Podía hacer lo mismo con noticias o viajes que alguna vez había realizado, porque era capaz de hablar sobre cualquier tema, pero era una lotería volver a encontrarse con él y que continuara relatando lo mismo que comenzara la vez anterior. No aceptaba pedidos, no los escuchaba, ni parecía hacer bises —al menos no encontré a nadie que me dijera que lo había escuchado repetirse—, nunca volvía sobre lo ya contado, continuaba avanzando como si todo lo anterior solo pudiera ser dicho una única vez.
    Otras personas que también lo conocían, con las que al principio me encontraba ocasionalmente, pero luego comencé a rastrear para obtener más información, comentaron cosas similares. Incluso más de una vez intentamos armar un pequeño mapa a partir de sus relatos, o una suerte de cronología para los mismos, algo que ordenara el océano de palabras que manaba de su boca. Claramente, esa tarea nos superaba, porque nada de lo que cada uno escuchara por separado coincidía, siquiera fragmentariamente, con lo que escucharan los demás. Tal vez solo en su mente existiera la clave, la pista que le dé orden a sus palabras, pero, si era así, nunca lo dijo, nunca lo dio a entender, nunca nos dejó entrever cuál podría ser esa clave de bóveda que sostenía y daba sentido a todo lo demás.
    Luego de desistir en mi intención de darle un orden a sus palabras comencé, poco a poco, a tomar notas de ellas cuando dejaba el auto y él ya no estaba conmigo. Esto es porque al principio no quería sacar mi cuaderno y que me viera anotar algo de todo lo que decía. Perdí este reparo rápidamente porque a él no le importaba —se lo pregunté varias veces sin que nunca me diera una respuesta clara y directa—, y a mí me servía para tener con qué trabajar en mi escritura y aparentar que luego de tantos años continúo pudiendo escribir como el primer día, cosa que claramente no es así. Dudo, además, que él vaya a enterarse alguna vez de esto, si no le importaba el que tomara notas, mucho menos habrá de importarle que publique a mi nombre lo que alguna vez él me contó.
    La cuestión es que llevo mucho tiempo ya sin encontrarme con él, y las notas que tomara los años anteriores comienzan a acabarse, por lo que pronto ya no tendré sobre qué escribir. Así que soy yo quien comienza a preocuparse, aunque es algo que de momento puedo disimular frente a aquellos que me lo preguntan y nada saben sobre su existencia. Quienes sí lo conocen, a quienes puedo preguntarles, hablan sobre un viaje que se le encomendó, uno tan extenso que sumaría el doble del total de tiempo y kilómetros que alguna vez recorriera. Debo esforzarme por no llorar cuando imagino la cantidad de palabra que pronunciaría durante ese viaje y que nunca podré escuchar.
    Lo peor de todo esto, lo que más me perjudica, y expone, es que nadie me asegura que su regreso sea una posibilidad, como sí ha de serlo el final de mi carrera literaria, por lo que no puedo más que esperar que donde sea que lo haya llevado el camino, el volante, las palabras, se encuentre bien.

domingo, 23 de noviembre de 2025

Un sabor único

Estamos perdidos. Perdidos en medio de esta puta selva plagada de bichos que no dejan de picar, de humedad hasta el culo, la sensación de que todo nos vigila y en cualquier momento algo de todo eso puede decidirse a matarnos sin que ninguno de los tres nos demos cuenta y los días pasados hayan sido en vano. Yo los mataría a los otros dos si con eso me libero de seguir perdido entre los árboles, la niebla que oculta el sol todo el tiempo y el aullido constante de los animales siempre escondidos. Estoy seguro que ellos dos harían lo mismo si con eso pudieran volver a la base, a sus casas, al calor seco, a un lugar sin humedad ni mosquitos. Pero tenemos órdenes, por lo que seguimos buscando algo que no sabemos si realmente está en algún punto en medio de tantos árboles. La orden es buscar, la orden es encontrar, la orden es que lo que sea que encontremos no salga con vida de la selva.
    La señal de uno de los otros dos nos detiene en seco, me devuelve a este instante. Lo miro, leo su mano, su gesto, y me doy cuenta de que también lo escucho. Algo o alguien se esfuerza por hacerse escuchar allí cerca; hay ruidos de una fogata, de enseres de metal golpeándose entre sí, y una suave melodía silbada. Claramente ahora quiere ser encontrado. Con gestos acordamos rodear el lugar, un pequeño claro, poco más de un metro libre de árboles, miraremos desde tres puntos diferentes antes de saber si es posible atacar o si será suficiente con matarlo desde la espesura, sin que sepa quién de los tres fue, o los tres al unísono, como sin dudas lo merece.
    Una única persona es la que arma todo el escándalo, llegando a ocultar con sus ruidos los sonidos de la selva. Es un hombre, viejo, tan arrugado como la corteza de uno de los árboles que lo rodean, con una pequeña olla al fuego, cortando algunos vegetales sobre una tabla improvisada. Unas pocas plumas a sus pies nos dicen lo que probablemente haya al fuego. No tiene sentido que esté allí, pero allí está. No lo escuchamos hasta que no estuvimos casi sobre él, tendríamos que haberlo visto antes, encontrar sus huellas, algo. Rastrear es parte de nuestro entrenamiento, tendríamos que haberlo notado.
    De un morral del color de la tierra saca tres cazuelas que llena hasta rebosar con lo que hay en la olla, el cucharón de madera queda nadando en el resto. Apoya las cazuelas sobre la tabla que usaba para picar y me mira, juro que me mira, aunque estaba a su espalda y no lo vi girar la cabeza.
    —Ya está listo —dice—. Vengan.
    Los tres entramos al pequeño claro, apenas hay espacio para todos a pesar de que dejamos nuestras armas entre los árboles. Mi boca se llena de saliva, no puedo evitarlo.
    Extiende una de las cazuelas hacia mí al tiempo que hace lo mismo con los otros dos. Los tres las tomamos, siento su tibieza a través del grueso guante. Aceptamos también la cuchara que se nos ofrece.
    —Coman, coman —dice—, antes de que se enfríe.
    Ya casi me termino la comida, la cuchara raspa las paredes de la cazuela.
    —Es delicioso —dice uno de los otros dos.
    —Tiene un sabor único —dice el otro de los dos.
    —¿Qué es? —pregunto, porque sí, es delicioso, y sí, tiene un sabor único, uno que nunca había probado y que al mismo tiempo se siente conocido, como un recuerdo tan viejo como difícil de ubicar.
    —Soy yo —dice el viejo dejando al descubierto parte de su cuerpo descarnado, la piel desgarrada, los huesos blanquecinos, la sangre reseca—. Yo y nada más que yo.
    Ríe con una risa que suena como el recuerdo de una voz que nunca estuvo allí.
    Uno de los otros dos le salta al cuello al otro con la boca abierta, buscando sorprenderlo. La cuchara del otro se le clava en la garganta al uno. La sangre de ambos fluye. Quiebro la cazuela contra el tronco de uno de los árboles y me preparo para atacar, para volver a comer, para evitar ser comido.

domingo, 16 de noviembre de 2025

No soporto lo patético

—… y qué culpa tenía yo, si nunca había ido de vacaciones a la playa. ¿Entendés? ¿Qué culpa tenía yo si mi familia nunca había podido llevarme a ningún lado cuando era chico? ¿Qué culpa tenía yo si para mí los veranos eran quedarme en mi casa viendo alguna película o mirando por la ventana aburriéndome porque todos mis conocidos estaban de vacaciones, pero yo no me había ido a ningún lado?
    Intenté interrumpirlo, pero el caudal de palabras que comenzara hacía varios minutos continuaba amenazando con anegar por completo la oficina.
    —Yo me quedaba siempre en mi casa. Entonces ¿qué culpa tengo yo si nunca antes fui a la playa? Ah, pero como su familia, sus amigas, y todos sus otros conocidos sí habían ido alguna vez, para ella todos conocemos la plaza y sabemos lo que hay que hacer y lo que no. Y mirá que se lo había dicho antes de salir, pero fue como si pasara el tren.
    —Claro —dije sabiendo que eso también era como si pasara el tren.
    —¿Entendés? Le avisé antes, le avisé que nunca había ido a la playa. No es que no sé nadar, eso lo aprendí en la pileta del club. No es que no me guste la arena, aunque me incomode. No es que no me guste el sol en la nuca toda la tarde, es que antes nunca había ido a la playa. ¿Cómo podés enojarte por eso? Además, se suponía que era algo nuevo que íbamos a hacer juntos, es lo que ella había dicho, algo nuevo para hacer juntos… Y después va y se enoja porque no sé hacer las cosas que hay que hacer en la playa. No tiene sentido.
    —No, claro, no lo tiene —dije sin apartar la mirada de la pantalla de la computadora esperando a que se diera cuenta que no solo yo, sino que nadie en la oficina escuchaba lo que decía.
    —Iba a ser todo nuestro, y nuevo…
    Algo en el tono de su voz hizo que volviera a mirarlo, apenas era capaz de contener las lágrimas. No hay nada más patético que ver a un hombre adulto llorar, bueno, imagino que tal vez sea más patético ser el hombre adulto que llora, es algo que no puedo soportar. Ni siquiera había querido escuchar nada de todo esto, mucho menos quería ver cómo terminaría. Porque ya sabía cómo terminaría me levanté en silencio y me encaminé hacia el baño.
    —Yo no tenía la culpa.
    Llegué a escuchar un sollozo mal contenido antes de cerrar la puerta.

domingo, 2 de noviembre de 2025

Todo fue un error

Ya lo sabía, al menos lo intuía. No, al contrario, nada de intuición. Era pura certeza.
    Ya sabía que sería un error, lo sabía antes de dar inicio a todo esto. Lo sabía desde los primeros acercamientos. Lo sabía mientras iba confirmando lo que ya sabía, que era, sería y fue un error. Pero lo busqué, lo quise, lo ansié por decirlo así. Llevaba mucho tiempo sin cometer errores, venía con años de hacerlo todo bien según mi propia escala de valores, que es, en definitiva, la única que me importa (cosa que debería ser igual o similar para todos, medirnos por una escala individual que se ajuste, eso sí, de manera laxa, a los valores de la sociedad a la que pertenecemos, para llamar un tanto menos la atención).
    Sin divagues, sí, claro.
    En fin. Venía haciendo las cosas de la forma adecuada, sin cometer grandes errores siguiendo una senda amplia, extensa, vacía, bien cuidada, pero sin muchos errores, de la vida particular luego de los intentos anteriores que se habían quedado en eso, en intentos y nada más. Ciertamente no estaba feliz, pero así se habían dado las cosas y no era mucho lo que podía hacer para corregirlo y que mis perspectivas cambiaran. O si sí lo había, no estaba dispuesto a ello.
    Que no, no divago, por favor.
    Estaba yo de lo más bien en mi senda persona, particular, individual, viviendo mi vida libre de problemas, de provocaciones, de alteraciones en mi estado basal, cuando te cruzaste en mi camino. Ya había habido otras que se atravesaron de forma más o menos similar, cual estrella fugaz en un cielo despejado, como un eclipse solar en pleno mediodía, como una música estridente que anuncia el silencio requerido para pensar, como… como alguna otra metáfora que ahora no se me ocurre. Lo que hay que entender es que yo no buscaba, nunca lo hice, además de que sé que nadie nunca me buscaría a mí. Ni siquiera yo me buscaría a mí mismo, si algo como eso fuera posible. Así que lo que pasó fue más un imprevisto que algo calculado en frío. Un imprevisto en el cual no me encontraba incluido, no podía comenzar más que como un malentendido y acabar como un error, como un fracaso.
    Te aseguro que no divago y que sí, soy un fracaso.
    Cada detalle, cada indicación de lo que debía hacer, fue ignorado. Diría que deliberadamente, pero no estoy seguro de eso. Y todo aquello que era obvio que no debía hacerse, que había que evitarlo, fue hecho. Como si se tratara de un claro ejemplo de cómo arruinar las cosas. Aunque sabía que tampoco arruinaba nada, que solo la casualidad nos había hecho cruzar, quería creer otra cosa, quería creer que ahora sí tendría alguna oportunidad de enmendar mis errores del pasado, de los cuales no podías saber nada, lo sé, porque eran errores míos y no tuyos, por eso es claro que no ibas a conocerlos.
    Sé que parece que divago, pero ya voy llegando al punto.
    Yo sabía que sería un error, lo sabía antes de dar inicio a todo esto. Lo sabía desde el momento en que atravesaste el cielo despejado sobre mi camino, fuiste como un eclipse solar en pleno mediodía, fuiste esa música sonando por demás estridente para que no pudiera pensar en lo que haría. Fuiste algo que pasó y yo debería de haber seguido adelante, pero no fue así. No lo pensé, solo actué sabiendo que no era más que un error y que me conducía a un fracaso más que sumaría a esa lista casi tan larga como mi vida y que sé seguirá extendiéndose mientras continúe con vida.
    Entonces, ahora sí, entonces fue por eso que (no) te hablé.

domingo, 26 de octubre de 2025

Limonero


Un día el ferrocarril nos abandonó. El tren, que solía pasar dos veces a la semana por el pueblo, los sábados por la tarde y los miércoles por la mañana, siempre el mismo en una y en otra dirección, ya no pasó. Ese tren traía al pueblo cartas, paquetes, padres, diarios, madres, libros, hermanos, noticias, hijos, trabajadores para las cosechas, amantes, provisiones, novios, herramientas, novias, vestidos, esposas, repuestos para lo que se hubiera roto, esposos, cosas nuevas que no sabíamos que necesitábamos pero que igual comprábamos. Ese tren fue el que nos abandonó.
    Nadie nos avisó de nada, claro que había algunas pocas señales, como que el guardia de la estación hubiera cerrado todas las puertas y ventanas el día que para el pueblo se convirtió en el miércoles del último tren. El mismo guardia cargó sus pequeñas valijas en la locomotora junto al maquinista, quien tampoco dijo nada, y se marcharon, los dos, en el tren.
    Crecí viendo como los yuyos envolvían los durmientes; como la lluvia abría goteras en las tejas del techo de la estación; como iban desapareciendo aquellas cosas que podían cargarse: el banco de madera, la campana de bronce, las señales de hierro, la zorra mecánica arrastrada por un tractor. En cada casa del pueblo había algo que antes perteneciera a la estación, como si quisieran mantener vivo el recuerdo del tren.
    En los fondos de la casa de mi familia hay un limonero. Si bien yo no lo recuerdo, mi abuelo repetía que el último limón que diera aquel árbol coincidía con aquel miércoles guardado en la memoria. Repetía también que la señal de que el tren regresaría al pueblo sería que su limonero volvería a florecer. Por eso lo podó, lo regó, lo cuidó de las plagas hasta que ya no pudo hacerlo.
    Cuantos aún vivían en el pueblo asistieron a su entierro. Dicen que antes de cerrar el cajón colocaron entre sus manos una rama del árbol casi muerto de su jardín. Luego siguieron esperando a que la muerte pasara también por ellos.
    Me tocó entonces ocuparme del limonero porque mi padre, que no era del pueblo, nos había abandonado años antes. Él no se quedaría allí a esperar el retorno del tren, dijo, iría a buscarlo, lo traería de regreso, a la fuerza si era necesario. Y se marchó. Y no regresó. Y no volvimos a verlo. Tal y como con al tren. A pesar de lo que me contaron de él, sobre sus trabajos, sus esfuerzos, su búsqueda, sus familias en los pueblos en los que el tren continuaba llegando, lo único que yo hacía era esperarlo debajo del limonero casi seco, junto a sus ramas quebradizas, el tronco ahuecado y las hormigas que escarban entre sus raíces. Esperando, siempre esperando por su reverdecer, por el retorno de la vida a sus raíces, a su tronco, a sus ramas, a sus hojas grises, a sus limones ausentes.
    Creo, si he sacado bien las cuentas, que me acerco a la edad que tenía el abuelo la última vez que lo vi. Su tumba, al igual que muchas otras, se perdió tras la gran inundación, solo unas pocas cruces y lápidas agrietadas y sin nombre sobrevivieron al agua y al tiempo en el cementerio. Todo lo demás se perdió, es parte de la memoria y el olvido. Alguien me comentó, años atrás, que el corazón de quien fuera mi padre se había dado por vencido. Mi madre también ha partido.
    El pueblo continúa sumido en el silencio del viento y el canto de los pájaros. Solo por las noches, en mi sueño intranquilo, me parece escuchar bien a lo lejos el silbar de una locomotora acercándose, el silbato del guardia de la estación, el traqueteo de las pesadas ruedas de hierro y el retumbar de la tierra. Sonidos que nunca he escuchado, que solo conozco a través de los recuerdos que alguien más compartió conmigo.
    Despierto con lágrimas en los ojos para mirar hacia el fondo de la casa, hacia el limonero seco y muerto como nosotros, como el pueblo. Quizá ya sea hora de talar el viejo árbol y olvidarlo todo, porque es necesario aceptar que el día en que regrese el tren al pueblo no será hoy, no será mañana ni será, tampoco, nunca.