domingo, 22 de junio de 2025

Sea su voluntad

Calificar de desmesurado a aquel proyecto le quedaba indefectiblemente pequeño. La propuesta iba más allá de cualquier cosa que se hubiera planteado nunca. Era algo tan enorme que no había registros de nada semejante.
    ―Mudemos la ciudad ―fue lo que dijo nuestro líder, el señor indiscutible de todos los seres vivos, dios encarnado en su rechoncha figura, creador de la cordialidad, unificador del alto y el bajo pueblo, amante y protector de los animales, fornicador primero de todas nuestras mujeres―. Esto es un asco ―señaló desde el mirador del Palacio las calles sucias, llenas de mendigos y restos de las últimas festividades.
    Los consejeros más antiguos se miraron deseando no haber escuchado nada; los más jóvenes, deseosos de destacarse, demostraron su entusiasmo ante tal idea con gestos exagerados y pedidos de más detalles.
    ―Llevemos todo lo que es la ciudad hacia otro sitio. Las calles, los edificios, las personas. Cada uno llevará lo suyo, lo que necesite, dejando atrás lo que ya no quiera. Porque este paisaje está agotado, me agota, ya lo vi demasiadas veces en tantos años. Es en mi voluntad.
    ―Sea su voluntad ―repetimos los presentes comenzando a lamentarnos.
    Se trajeron mapas de todas las tierras conocidas, de todas las islas, de cada rincón visitado por nuestros emisarios, embajadores y soldados, para que el gran conductor de los pueblos eligiera un nuevo paisaje para el emplazamiento de la ciudad. Él lo miró todo y terminó posando uno de sus gordos y grasientos dedos en un punto cualquiera.
    ―Aquí ―dijo sin titubear, sin saber cuál era la distancia que había que recorrer o los problemas que habría que enfrentar para hacer de su voluntad una realidad. Porque esos problemas eran nuestros, no suyos, él se dedicaría a continuar gobernando, así como se dedicaba a nuestras mujeres y a ver cómo vivíamos y nos desvivíamos para llevar adelante su proyecto.
    ―Sea su voluntad ―dijimos una vez más.
    Comenzaron entonces los preparativos para el traslado, las decisiones, la logística para cubrir las distancias. Cada paso previo demandaba tiempo, cálculos, esfuerzos para que el deseo del conductor de nuestros destinos se cumpliera.
    Así fue que primero se trasladaron las murallas de la ciudad, lo que nos dejó desprotegidos y a merced de los enemigos, pero estos parecían poco interesados en nuestros proyectos y nos dejaron hacer sin pensar en atacarnos.
    Luego se llevaron las calles y el sistema de alcantarillado, para que en el nuevo emplazamiento todo funcionara igual de bien que en el actual. Aunque a partir de ese día caminamos sobre el barro y la mierda, estábamos más que felices de cumplir con la voluntad de nuestro amo y señor.
    Comenzamos, luego de solucionar problemas prácticos y de transporte, a desmontar uno por uno los edificios, las casas, los almacenes, los depósitos de armas y alimentos. Cada ciudadano parecía más que dispuesto a ayudar a cumplir la voluntad de nuestro amo, señor y dios, por lo que no faltaban manos ni herramientas para seguir adelante. Los ancianos aportaban su experiencia, los adultos su fuerza, los jóvenes y los niños su facilidad para moverse por todos lados sin dificultad, aunque las hubo, sí, imposible negarlo. Entre otras innumerables cuestiones hubo que decidir qué quedaba atrás, qué dejaríamos en lo que fuera la vieja ciudad para ya no volver a verlo en la nueva. Nadie lo dijo, nadie señaló qué se llevaría y qué dejaría, pero en la falta de palabras, en el no decirlo, cada uno sabía lo que los demás pensaban.
    Fueron años de trabajos, de cansancio, de pensar en abandonar las herramientas y huir a otras tierras, otras ciudades, bajo el ala de otro amo, de otro señor, de otro dios que no quisieran cambiar de sitio su morada. Hubo hambrunas hasta que las comenzaron las nuevas cosechas en las tierras de la ciudad, tierras que debieron ser desbrozadas y preparadas para que las mujeres esparcieran las semillas adecuadas como solo ellas saben hacer. Podríamos haber desistido en cualquier comento, pero no lo hicimos, no desistimos, no podíamos oponernos a la voluntad de nuestro dios en la tierra, de nuestro amado señor, de nuestro infalible e infatigable guía; al contrario, seguimos sus indicaciones esperando que él hiciera lo propio.
    Dejamos en el centro de la nueva ciudad el espacio para el Palacio del conductor de los pueblos, que era lo que era suyo, lo que le pertenecía por herencia y derecho, por lo que de seguro él mismo se encargaría de traer, tal vez sobre sus hombros, tal vez por otros medios que solo él conocía, pues era su voluntad que cada uno llevara lo suyo, solo aquello que necesite, dejando atrás lo que ya no quiera. Esperamos durante todos los años que llevó trasladar la ciudad, que demostrara su poder.
    Allí, en el centro de la ciudad, en el espacio destinado al Palacio, crece el retoño de uno de los tantos árboles que debimos talar, creemos que pronto extenderá sus ramas hacia las alturas. Los consejeros que aún sobreviven de entre los más antiguos creen que esto es una señal, en cambio, los consejeros que supieron ser los más jóvenes, y que ya no lo son tanto, no están tan seguros.

sábado, 14 de junio de 2025

Esa mancha

Este capítulo de mi autobiografía no autorizada se titula Esa mancha y abarca los primeros años de mi vida.
    Es cierto que lo que más tenemos sobre nuestra infancia son impresiones, sensaciones, la idea de que hemos sido más o menos alegres, felices o tristes, cuestiones bastante imprecisas sobre las que escribir. Sin embargo, a estas se suman los recuerdos que otros, generalmente adultos, comparten sobre nosotros con expresiones del tipo: “de pequeño eras tan…” agregando el adjetivo correspondiente, “me acuerdo que una vez…” y el resto de la anécdota de la que nada sabemos, pero que se vuelve parte de nuestra memoria a partir de ese momento, o de la siguiente repetición. Nuestra memoria sobre estos primeros años se construye por completo prácticamente de esta forma, no quiero decir que sea algo absoluto y para todos igual, porque solo hace falta que aparezca un único individuo para quien las cosas hayan sido mínimamente diferentes para que ese absoluto se quiebre, se venga abajo, se vuelva una nada más. Me corregiré entonces diciendo que todas aquellas personas con las que he podido hablar sobre sus primeros años de existencia construyen su memoria con estos dos componentes principales: sensaciones y recuerdos ajenos.
    Mi infancia se inscribe en el segundo de los casos, mis sensaciones sobre mis primeros años cuando todavía no se forman los recuerdos propios o estos resultan por demás complejos de interpretar, coinciden con aquellas cosas que otros me han contado sobre mí. Diría que palabra por palabra. Aunque es claro que una sensación no es una palabra.
    La sensación que prima por sobre las demás es la de ser una mancha, pero no una mancha cualquiera, una de esas que se van cuando se lava la tela o la piel, tampoco una de esas manchas de nacimiento sobre las que no tiene ningún sentido hacer nada porque no se borrarán, sino una mancha que todos quieren ocultar con suma desesperación y resulta imposible hacerlo porque siguen estando allí, a la vista o no. Para peor, era una mancha con la tendencia a llorar y que un poco más tarde aprendió a hablar y señalar su presencia de forma constante, con mayor fuerza para aquellos que no querían verme o saber que seguía estando allí.
    Esto me llevó a cometer muchos errores, ante la falta previsible de preparación para lo que se suponía que tenía que saber hacer pero no sabía. Muchos problemas con las primeras figuras de autoridad que se forjan en la infancia; mis padres, mis maestros, los directores de las veinticinco escuelas por las que pasé en los tres años de educación bastante informal, en definitiva, con cualquier adulto que intentara ejercer algún tipo de control sobre mí. Si en esos años fui un ser incontrolable, una bestia violenta, agresiva, casi asesina, es porque no sabía cómo comportarme de otro modo. Pero era algo natural en mí. Pensemos: si se arroja a un recién nacido a un corral lleno de cabras y estas no lo matan, el niño crecerá como una cabra; si lo arrojan a un corral con ovejas, crecerá como una oveja; si en el corral hay perros, sucederá otro tanto. Pero si el niño está rodeado de otros seres humanos, no puede más que crecer como un humano, todos cuantos me rodeaban indefectiblemente me dieron la espalda.
    Lo anterior sirve para aclarar que yo no soy un monstruo, ni el villano de este relato, como me han hecho creer. Muy al contrario y aunque sean pocos los que así lo crean, soy la víctima. Soy quien ha sufrido lo peor que puede sufrir un niño y tal vez más ―tal vez menos, pensaran otros―, pero ningún niño debería sufrir nunca, jamás, de nada, ni por nadie. Esto en lo que me he convertido no es puramente mi responsabilidad, es una culpa compartida, aunque sea tarde porque muchos de los que tuvieron que ver con todo esto han muerto, yo sigo vivo, soy su obra, soy lo que ha sobrevivido de ellos, soy esa mancha que quisieran borrar y no lo lograron.

domingo, 8 de junio de 2025

Variaciones

01
Abrió los ojos y vio, otra vez, una vez más, por enésima vez, lo mismo que las veces anteriores. Abrió los ojos y vio lo mismo. Siguió viéndolo por el resto del día, porque no había otra cosa para ver o, si la había, no sabía cómo mirarla, dónde encontrarla.
    Abrió los ojos y vio lo mismo que viera ayer, que era lo mismo que vería mañana. Lo mismo de siempre. El aburrimiento se apoderó de él. El aburrimiento era lo único que tenía, lo único que no lo abandonaba, lo único que se negaba a dejarlo. Aunque tal vez hubiera querido que fuera diferente, su aburrimiento era suyo y de nadie más.
    Abrió los ojos y no vio más que lo mismo de siempre, otra vez, en una sucesión de momentos siempre iguales, de instantes sin cambios, de sensaciones calcadas, de interacciones, de movimiento perpetuos.
    Abrió los ojos y no vio otra cosa que a sí mismo deseando ya no tener que hacerlo, ya no tener que abrir los ojos y ver lo mismo, deseando dejar de ver/se, deseando ya no tener que abrir los ojos. Necesitaba decidirse, aunque hacerlo era la parte más compleja porque nunca había sido lo suyo. Ahora solo le quedaba intentarlo.

02
No abrió los ojos y no vio, otra vez, una vez más, por enésima vez, lo mismo que las veces anteriores. No abrió los ojos y no vio lo mismo. Siguió sin verlo por el resto del día, porque no había otra cosa para dejar de ver o si la había no sabía cómo no mirarla, dónde no encontrarla.
    No abrió los ojos y no vio lo mismo que viera ayer, qué era lo mismo que no vería mañana. Lo mismo de siempre. El aburrimiento no se apoderó de él. El aburrimiento no era lo único que tenía, ni lo único que no lo abandonaba, ni lo único que se negaba a dejarlo. Aunque tal vez no hubiera querido que fuera diferente, su aburrimiento no era suyo ni de nadie más.
    No abrió los ojos y no vio más que lo mismo de siempre, no otra vez, en una sucesión de momentos siempre desiguales, de instantes cambiados, de sensaciones sin calcar, sin interacciones, de movimiento efímeros.
    No abrió los ojos y no vio otra cosa que a sí mismo no deseando ya no tener que hacerlo, ya no tener que abrir los ojos y no ver lo mismo, deseando no dejar de ver/se, sin desear ya no tener que abrir los ojos. No necesitaba decidirse, aunque hacerlo no era la parte más compleja porque siempre había sido lo suyo. Ahora no le quedaba más que intentarlo.

sábado, 31 de mayo de 2025

Una tortura

Es perfecto, porque nadie creería nunca que en verdad es así, pero sí, lo es, y es una tortura. Corrección: son una tortura. Las salas de espera son una tortura que se ha ido perfeccionando a lo largo de milenios. Y no me importa que vengan a decirme que este tipo de lugares, estos espacios solo existen desde hace unos pocos años o siglos. No lo creeré, no puedo creerlo.
    Algo capaz de quebrar a una persona sin el menor esfuerzo necesita tiempo de perfeccionamiento, de sistematización, de práctica y error, de volver a intentarlo hasta encontrar el punto exacto en que ese quiebre se produce. Negaré, pues, a quien sostenga la inexistencia de las salas de espera en los siglos anteriores porque sé que algo como eso no puede ser verdad. En esto, como en muchas otras cuestiones, yo soy mi mejor criterio de validación, además del único posible.
    Como buen sistema de tortura, tiene sus variantes.
    Así es como existen las salas de espera silenciosas, esas en las que pueden oírse las respiraciones de quienes nos rodean, el parpadeo de quien va quedándose dormido, y las burbujas del dispenser de agua. Salas en las que no se habla más que en un susurro por temor a quedar en evidencia, a llamar la atención y que ese silencio casi reverencial desaparezca sin más desatando el pandemónium. Esas salas, que suelen ser las más comunes, no son las peores.
    Las ruidosas resultan un poco más incómodas, ya sea que el ruido se filtre por alguna ventana a la calle o avenida céntrica con tránsito constante, o que sea un espacio cargado de cuerpos, con sus respectivas personas, que no conocen en decoro del silencio y el no molestar a los demás. En esos lugares todos hablan sin escucharse, elevan el tono de voz más y más hasta que nadie comprende palabra alguna de lo que se dice, el caos auditivo es inevitable si para peor en ese mismo espacio hay una radio o una televisión encendida. Este tipo de salas de espera son el segundo nivel en el camino hacia la desesperación.
    El tercero de estos niveles, es una sala de espera llena de personas, con la televisión o la radio encendida, y niños que corren y gritan por allí como si se tratara de su propia casa. Niños que logran gritar por sobre cualquier otro sonido, por sobre el ruido de una explosión, por sobre cualquier señal de inminente destrucción de la humanidad. Niños y espacios cerrados nunca deberían ir juntos, al contrario, deberían estar siempre lo más separados posible y cuanto más, mejor.
    En el cuarto nivel se encuentran las salas de espera petfriendly. Claramente estas salas serían lo normal si uno fuera a una veterinaria y no al consultorio de un dentista, porque en ese caso, mientras espero mi turno no quiero encontrarme en el mismo espacio con un perro, un gato o un loro, por limpios y silenciosos que sean, cerca de mi o de cualquier espacio en el que deba exponerme. ¿A quién puede ocurrírsele ir al médico llevando un gato, un perro, un loro? Esto solo está pensado como un paso más en la tortura, en el viaje hacia la desesperación.
 ―Estás bien ―susurró en mi oído sobresaltándome.
    ―Sí ―respondí tomando la mano que descasaba sobre mi rodilla―. No me gustan las salas de espera. Me dan sueño y dolor de cabeza.
    ―Ya falta poco.
    ―Faltaba poco hace dos horas. A este paso ya podría haberme muerto…
    ―No seas dramático.
    La miré y me sonrió. Intenté hacer lo mismo, intenté devolverle la sonrisa, pero aquel lugar me quitaba todas las ganas de vivir y de ser feliz que pudiera haber tenido alguna vez en la vida.

sábado, 24 de mayo de 2025

Ni tampoco hace falta

―Contame, no te quedes en silencio.
    Su voz, cansada, vieja, de hombre abatido por cuanto ha vivido, me llegó desde abajo. Miré y lo encontré, como ya sabía, junto al tronco del árbol. Una mano apoyada en él, para saber dónde estaba, la otra cerrada sobre su pecho, donde se supone que se encuentra el corazón.
    ―Falta poco ―dije. Moví algunas ramas para que pareciera que aún seguía subiendo, aunque me quedé en la misma horquilla de siempre. Esperé un poco antes de avisarle que ya estaba listo.
    ―Bueno, dale ―La ansiedad mayor que antes ―. Contame.
    ―Del otro lado del paredón el sol cae justo sobre la fuente, casi es la hora.
    ―Sí, claro, cuando cae el sol.
    ―La puerta de la casona está abierta, de seguro para que la brisa de la tarde refresque el interior. Las chicas ya están afuera.
    ―Qué bien, pero qué pena no solo no poder verlas, sino tampoco llegar a oírlas.
    No le respondo, continúo con la descripción.
    ―Una de ellas lleva la mesa plegable, otra lleva dos sillas. La tercera una bandeja con algo de comida. Las más pequeñas, las gemelas, ríen y caminan como bailando un poco más atrás.
    ―Las pequeñas ―repitió él allá abajo―. ¿Cómo van?
    ―Desnudas ―dije―, todas. Hay mucho sol y solo tienen una tela anudada en la cintura. Sonríen de alegría con sus pechos apuntando hacia el cielo.
    ―Ah, sí, como debe hacerse siempre…
    ―Juegan entre ellas.
    ―¿Cómo? ¿Ya están dentro del agua? ¿Tan pronto?
    ―Sí ―dije dándome cuenta de mi error―, pero no todas, solo las pequeñas. Las otras miran como si hicieran algo incorrecto, aunque no parecen enojadas, tal vez un poco sorprendidas.
    ―Claro, porque primero tienen que comer ―el viejo apoyó la frente contra el tronco del árbol y canturreó una melodía sin palabras que solo él conocía o recordaba.
    ―Acomodan las sillas y la mesa para dejar la fuente de la comida sobre ella. Ya se han sentado.
    ―Pero solo hay dos sillas.
    ―Las otras están sobre la hierba, extienden las telas que llevan en la cintura para eso.
    ―¡Desnudas por fin! ―su tono ya no es el de alguien que sonríe, era más profundo, como si pensara en algo oculto.
    ―Casi todas lo están. Ahora danzan ―continué sabiendo lo que el viejo quería escuchar―. Se toman de las manos formando una ronda y giran. Sus cabellos quedan libres a la brisa. El sol juega sobre sus cuerpos.
    ―Oh…
    ―Una de ellas acaba de caerse. Sus piernas se enredan y otra más cae sobre ella. A la que cayó primero la levantan entre las otras cuatro, la llevan hacia la fuente.
    ―Sí… oh, sí ―suspiró el viejo.
    ―La arrojan al centro del agua. No parece haber mucha agua porque queda allí sentada y el agua apenas la cubre hasta el pecho.
    ―¿Al centro? Pero allí… allí…
    ―Lo sé. Ellas lo saben también, porque se alejan rápido dejando sola a la que cayó al agua.
    ―No quiero seguir escuchando ―dijo el viejo separándose del árbol―, ya no.
    Demoré en bajar para que creyera que había subido tan alto como las primeras veces. Cuando llegué al suelo le toqué el brazo y comenzamos a caminar de regreso al pueblo.
    ―Estará bien ―dice. Asiento sabiendo que no podrá verme―. Es una suerte que ese paredón siga en su lugar. De lo contrario…
    ―Sí ―lo interrumpo―, es una suerte.
    No le digo que volteamos ese paredón hace años, que incendiamos la casona, que asesinamos a la mujer y a sus hijas, y que usamos sus cuerpos para por fin segar esa maldita fuente. No le digo que solamente el árbol que él solía usar para espiarlas antes de que la ceguera lo atacara continúa en pie. No le cuento nada de todo esto porque si nunca podrá verlo, ni tampoco hace falta que lo sepa.